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Daniel Zamora: Bichos raros

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Los prejuicios nos protegen de muchos peligros y, especialmente, de la mayor de las ruinas existenciales: la pérdida absurda de nuestro tiempo de ocio. El tiempo libre era en la Antigüedad el lujo más valioso del hombre porque, como su nombre indica, era el tiempo propio de los hombres libres, las horas en las que el ciudadano se dedicaba a las más libres de todas las actividades, a pensar y a actuar en compañía de otros hombres como él. El que ha de ocuparse de su supervivencia inmediata, de las necesidades vitales más urgentes, de los problemas domésticos y laborales, es esclavo de la naturaleza y de la sociedad y no puede andar perdiendo el tiempo en estudios inútiles y en discusiones no rentables. Por eso las personas cultas han sido siempre las personas ociosas en el viejo sentido de la palabra, aunque no todos los ociosos en el moderno sentido del término hayan sido necesariamente cultos. Y por eso todavía distinguimos significativa e inconscientemente entre el tiempo opresivo de trabajo, donde según se nos dice nos realizamos como seres humanos, y el salvador tiempo libre, donde según se nos dice no deberíamos hacer otra cosa que haraganear o divertirnos, puesto que este tiempo sobrante es la otra cara de la explotación laboral, el lapso de descanso y recuperación de fuerzas antes de volver al sistema productivo del que en realidad no se ha llegado a salir. Pero lo cierto es que en el interior de las degradantes condiciones del trabajo asalariado capitalista es donde menos libres somos para hacernos mejores y cumplir nuestras capacidades más humanas, y sólo durante los míseros e insuficientes ratos de ocio, cada vez más exiguos y adulterados, que nos conceden nuestra jornada laboral o nuestra desesperada búsqueda de trabajo, podemos probar de escapar del encierro en el círculo productivo del gasto, el recreo, la reposición y la reserva, concentrándonos en lo que hay más allá de los empleos y obligaciones, en lo que se encuentra fuera de los esparcimientos y descuidos, para cultivar con dedicación, esfuerzo y ganas las más hermosas e improductivas facultades, las que nos constituyen como hombres únicos y no como meros engranajes intercambiables. Una de las más eficaces barreras defensivas con las que mantenemos a salvo este sagrado tiempo salvador es, como he dicho al principio, la opinión predeterminada, basada en ligeros indicios razonables, con la que juzgamos lo que sólo conocemos superficialmente, y que nos permite evitar el despilfarro de nuestro tiempo y energía al ocuparnos a fondo de lo que no merece la pena. Tomemos como ejemplo el siguiente caso: puesto que cualquier individuo sensato y clarividente prevé con cierto fundamento, sin necesidad de pasar por esa traumática experiencia audiovisual o porque ya ha pasado con anterioridad por ella, que toda película española en la que se enfatizan los buenos sentimientos y se reblandece el mal social no es más que una deformación sensiblera, moralista y cursi de la realidad, en la que toda persona humilde o marginada se reduce a una estereotipada suma de virtudes y en la que muy probablemente aparezcan ingenuas prostitutas de buen corazón; nobles parados victimistas; rudos e íntegros obreros fatalistas; muchachos de barrio soñadores y solidarios; ancianos generosos, sabios y entrañables o dignas inmigrantes tiernas y sacrificadas, que hablan falsamente mediante un inverosímil estilo pseudolírico y se comportan fantásticamente con un altruismo ejemplar, puede reconducir hacia causas más provechosas todas las horas que no ha desperdiciado consumiendo estas increíbles fábulas aleccionadoras, con las que su concienciado autor hace alardes  curiles de obscena bondad filantrópica y con las que el espectador emotivo se siente en paz consigo mismo. Pues nada reconforta tanto a tales sujetos, incomodados por sus ventajas materiales y su diaria inercia egoísta, como el cómodo padecimiento de las invisibles desgracias del vecino y las lejanas injusticias del mundo.

Pero estos prejuicios que amurallan nuestro tiempo libre no sólo nos reportan ventajas de tal calibre, sino que en muchas ocasiones, cuando el fundamento sobre el que se sustentan es demasiado frágil, nos impiden disfrutar de multitud de manjares exquisitos o retrasan durante demasiados años su descubrimiento y su goce. Esta estúpida postergación del placer la he sufrido yo innumerables veces por culpa de mi innata cerrazón, o por no haber sabido emular la sensacional capacidad tántrica de Sánchez-Dragó, que le permite controlar con maestría los tiempos del éxtasis eyaculatorio del mismo modo como Zapatero retiene sabiamemente, según dicen sus hagiógrafos, la toma de oportunas decisiones políticas. Uno de los casos más flagrantes de errónea aplicación del prejuicio me sucedió al sentenciar apresuradamente los comics de Robert Crumb. Sospechaba yo en mi ignorante juventud, en los años en que despreciaba cuanto fuera exaltado irracionalmente por las mayorías o defendido sectariamente por las minorías, que esos prestigiosos tebeos feístas no eran más que una loa acrítica de los excesos de la contracultura californiana de los años 60. Pero resultaron ser en realidad, una vez que me atreví a prescindir momentáneamente de mis estrechas ideas preconcebidas, una inmisericorde sátira del candor hippy y el nuevo hombre pacifista, una descripción vitriólica de la espiritualidad alucinógena y el buen rollito obligatorio, una inmersión sin énfasis ni ideología en las tentativas primitivistas de eliminar los órdenes legales y en los fallidos experimentos de colectivización de la vida íntima, que retrataban con agudeza y humor la extravagante tipología de la era de Acuario: el gurú cantamañanas y aprovechado, el adepto papanatas, el adicto iluminado, el flipado egocéntrico, la boba exuberante y facilona, etc. Sin olvidar al propio autor de estas graciosas pero incómodas historietas: el inadaptado libidinoso y virgen que se viste con un estilo desfasado, el apestado social que se ve rechazado hasta la madurez por toda hembra humana por culpa de su fea apariencia de rarito dentudo, introvertido y desgarbado, pero que al fin encuentra una exitosa recepción de sus creaciones pop en ese enloquecido ambiente psicodélico que está surgiendo ante sus asombradas narices. Lo que le lleva a aprovechar su recién adquirido prestigio underground para recuperar el tiempo de apareamiento perdido, para dar libre cauce a las obsesiones fetichistas que le atormentan desde niño, tales como abrazarse lascivamente a las botas femeninas o cabalgar en las grupas de titánicas mujeres, de esas promiscuas, ingenuas y rotundas groupies que andan a la caza de celebridades y que se le entregan fácilmente, como si de repente aquel tipo escuchimizado y pasado de moda se hubiera transfigurado en el galán de sus sueños más húmedos.

Enfermizamente tímido y acostumbrado a pasar desapercibido, las numerosas tentativas adolescentes de Crumb por normalizarse e integrarse fracasaron irremediablemente, pero, lejos de hundirlo en la frustración o hacerle sentir culpable, estos intentos fallidos le llevaron a aceptar su extravagancia e inadaptación, reorientándolas de una manera fecunda. El bicho raro despreciado por todos se toleró como tal, evitando de este modo interiorizar el desprecio ajeno, pero esto no significa que Crumb se adelantara en décadas a los tiempos actuales, en los que el freak quiere ser freak, en los que el rarito se propone ser rarito y se enorgullece estúpidamente de un aislamiento social que ya no es tal cosa. En lugar de ser un objeto pasivo de burla y ninguneo, un insignificante y diminuto adefesio que se aferra desesperadamente a las escasas migajas ventajosas que obtiene del hecho de ser una víctima de la crueldad social, como le sucedía a Crumb, el apestado actual ya ha dejado de apestar y persigue, como perfumado sujeto activo, el estatus, ahora prestigioso y ventajoso, de destacado individuo fuera de la norma que ni pasa desapercibido ni le es indiferente al resto de personas. Es verdad que el triunfo de Crumb ayudó a  mejorar la imagen negativa que se tenía del hermético monstruo social, a hacerla atractiva entre los propios raros, y que éstos llegaron a creer que por su sola rareza podrían sobresalir y ser admirados, olvidando que es sobre todo el talento y el esfuerzo, la manera genial de aplicar sus rarezas a su trabajo, lo que hace de Crumb un artista tan elogiado. Pero que Crumb contribuyera a esa modificación de la mentalidad del freak no significa que él mismo fuera ya un bicho raro admirador y emulador de otros bichos raros, sino más bien lo contrario: un tipo fuera de lo común que se había rendido a su infortunio tras constatar su impotencia para ser normal, alguien que sufría al ser apartado del camino central por los triunfadores  agresivos y que aprovechaba lo poco aprovechable que podía extraerse de su condición marginal. El joven Crumb, como individuo extremadamente inteligente que era, aceptó su invisibilidad y su irrelevancia sociales porque no tuvo más remedio, y lo hizo sin alardear de esa triste segregación que padecía resignadamente y que no era debida a sus características raciales, políticas o religiosas en tanto que miembro perteneciente a un grupo determinado, sino a sus peculiaridades como individuo extravagante que no pertenecía a grupo alguno. Pero las aceptó tan sólo en el sentido de que al menos le abrían la posibilidad de librarse de las pesadas convenciones burguesas, de desembarazarse de las exigencias impuestas por la decencia y la moral dominantes, de sacudirse de encima la terrible opresión de las expectativas que estaban puestas en él, ésas que le tomaban por lo que no era y que le forzaban a convertirse en lo que no quería ser. De esta manera consiguió adentrarse en excéntricas esferas con mala fama, donde el muchacho blanco estándar no quería, no podía o no se atrevía a acceder, como el mundo de la tradición musical primitiva que se encontraba fuera del circuito comercial o el submundo negro que se encontraba fuera del circuito ciudadano. La afición de Crumb a la más recóndita música tradicional norteamericana, a los blues rurales primitivos y al delicioso jazz arcaico, se debe a que en esos discos imperfectos encuentra la perfecta y ya perdida expresión del alma del hombre común, que hoy ya no sabe mostrarse artísticamente con semejante pureza, hondura e ingenuidad.

Crumb no es un dibujante que trabaje con un plan predeterminado, sino un artista aventurero que ignora lo que hace mientras lo está haciendo y que desconoce el punto de llegada cuando aún se encuentra en el punto de partida. Es decir, es un auténtico artista, alguien que hace algo porque aún no sabe hacerlo, aunque ya lo haya hecho bien otras muchas veces. Sus comics no pueden reducirse a la sátira de cierta época o de cierta moda porque entonces no pasaría de ser un pintor costumbrista y Crumb va más allá del tipismo pintoresco: saca a la luz los entresijos de un ser humano desvalido y abrumado por el mundo, agredido por el terrorífico revés del hermoso rostro idealizado de Norteamérica, pero que al mismo tiempo rebosa vida, ímpetu y descaro y es lo suficientemente valiente como para enfrentarse a sus inhibiciones y complejos y salir adelante, sin renunciar a su excéntrica voluptuosidad ni avergonzarse de ella. De este modo, lleva a cabo una introspección descarnada, un autoanálisis estrambótico y enloquecido de sus debilidades, deseos, perversiones y depravaciones más íntimos y bizarros, como la atracción sexual infantil que sentía por personajes de cartoon como Buggs Bunny. De la exposición de la oculta, retorcida y reprimida cara de su país, Crumb pasó a exponer la oculta, retorcida y reprimida cara de Crumb.  Pero también pasó igualmente de la sátira de las falsas superficies nacionales y personales a regodearse morbosamente en obscenas y desenfrenadas fantasías sexuales de mal gusto, basadas en su no resuelta hostilidad hacia las mujeres. Crumb es un misógino al que le gustan con locura las mujeres; un mujeriego acomplejado que se siente impotente frente a ellas y que por esa razón quiere someterlas, imaginaria y rencorosamente, a sus caprichos sexuales; un artista famoso que sabe que cualquier clase de poder atrae irresistiblemente a la fémina de turno y que emplea la fuerza magnética de su fama para poner en evidencia las debilidades de esos seres que antes eran fuertes, inaccesibles y altivos. A pesar de todo, Crumb no busca la provocación por el simple placer de escandalizar a las conciencias bienpensantes, aunque la plasmación cruda e irracional de sus temores y aversiones más desagradables resulte muchas veces ofensiva para el lector. En esa especie de El desencanto, en versión malsana y demente, que es el documental que Terry Zwigoff le dedicó en 1994 se observa que, de niños, sus otros dos hermanos estaban tan marginados, tan fuera de lugar, tan reprimidos y tan obsesionados con los comics y el sexo como él. Tras alcanzar la edad adulta, estos desechos humanos acabaron mentalmente más enfermos que el triunfador de los Crumb, más depresivos, heridos y desequilibrados (el uno, demasiado alejado de las mujeres, todavía virgen, encerrado en su cuarto y dependiente de los cuidados maternales, y el otro demasiado cerca del otro sexo, exhibicionista, acosador y masoquista), quizás porque no fueron capaces de imitar a su famoso hermano y dar el salto, soñado y preparado desde la adolescencia por Robert, de niños impopulares que son rechazados sistemáticamente por culpa de su defectos a adultos populares que son alabados sistemáticamente gracias al brillante empleo de esos mismos defectos.

El mismo retraso lamentable en el goce de entretenimientos populares superlativos, y debido a similares prejuicios equivocados de los que luego tuve que arrepentirme, me sucedió después con las divertidísimas creaciones del guionista y dibujante Peter Bagge, amigo y admirador de Crumb, que descubrí más tarde de lo que hubiera sido conveniente. Si a Robert Crumb lo veía yo erróneamente, antes de abismarme en sus turbadoras páginas, como un apologista o un portavoz de la flipada juventud del poder floral, mi creencia respecto a Peter Bagge era que usaba sus comics para halagar el modo de vida tirada de la llamada “Generación X”, para hacer una defensa gamberra y condescendiente de los jóvenes desnortados, depresivos y sombríos de Seattle. Por fortuna para los que adoramos las posturas inteligentes y las visiones imparciales, la verdad era, como en el caso de Crumb, justamente la contraria: En los adictivos números de Odio, su serie más conocida y exitosa, Bagge se dedicaba a caricaturizar con acidez ese desolador panorama de nihilismo autodestructivo de los noventa, frecuentemente pueril y victimista, en el que todo tipo de relación humana, se estableciera entre parientes, entre colegas, entre enamorados o entre socios, se volvía imposible, desastrosa, explosiva y desquiciante. El odio a todo lo existente, y en especial hacia uno mismo y su miserable vida sin sentido, era mostrado sin tapujos pero también ridiculizado con una gracia sin igual. Unos entrañables personajes repletos de basura vital, de indescifrable hastío y de fatalismo destroyer conducían irresponsablemente sus oscuras y mediocres existencias hacia el caos, la esterilidad y la enajenación, pero al mismo tiempo sus aventuras cotidianas, en apariencia triviales y comunes, se aparecían al lector llenas de interés, de emoción, de vida y de verdad. En la más negra sima de un presente decepcionante sin ningún futuro a la vista, sin ningún esperanzador horizonte al que agarrarse para alzarse del sofá y ponerse en marcha hacia alguna parte, Bagge era capaz no sólo de encontrar la irresistible carcajada tragicómica sino también el brillante relampagueo de multitud de efímeros tesoros: En medio de un feroz ataque de histeria y bajo los más violentos reproches podía brotar inesperadamente un momento de intensísima ternura y entrega absoluta; tras una aparatosa pelea conyugal se revelaba la escondida indefensión del tipo más duro de la ciudad; el personaje más reaccionario y mezquino se volvía de repente un ser humano perdido, temeroso y traumatizado, necesitado del amor y de la comprensión de sus semejantes. Estas sabias y sutiles ambigüedades con que eran pintados los distintos caracteres de la historia otorgaban al sondeo de esos extraños seres, incognoscibles pero familiares, que somos los humanos, una profundidad pocas veces vista en un comic que representa la complejidad del mundo mediante exagerados y sencillos monigotes.

Bagge humaniza al ser más inhumano, hace atractivo, interesante y digno de compasión al personaje que nos repugna, al desagradable tipejo que odiamos y que se odia profundamente a sí mismo. De este modo, nos ofrece la inquietante posibilidad de ponemos en el lugar del odioso, pero sin que lleguemos a identificarnos con él ni a justificarlo. Entendemos sus razones y comprendemos que, siendo como es y teniendo los defectos que tiene, ha de comportarse como se comporta, pero no le damos la razón, no compartimos su conducta, no aceptamos que tenga que ser como es ni que sus defectos puedan pasar por virtudes. En suma, descubrimos los restos de bondad que sobreviven ocultos en esas ruinas humanas andantes. Mientras que Crumb nos muestra la fea cara oculta de la sociedad contemporánea y su propia y fea cara oculta, las pulsiones inconfesables del inadaptado triunfante, Bagge saca a la luz los momentáneos residuos de belleza que sólo el artista puede encontrar en la fea superficie de la vida desencantada y desnortada, en la sucia bohemia del inadaptado que fracasa. Por supuesto, también Bagge describe lo más significativo de cierta juventud minoritaria de su época y retrata aspectos negativos de la propia época, pero lo que diferencia su actitud artística de la de Crumb, dejando aparte que el estilo narrativo y humorístico de Bagge sea más convencional y efectivo, es que Crumb trata a sus personajes con menos piedad y comprensión porque no busca prioritariamente hacérnoslos simpáticos. Crumb tiene una visión del mundo más amarga y negativa que la de Bagge, aunque en ocasiones también celebra epifánicamente las islas de belleza y bondad de la existencia. Mientras que Bagge está en paz consigo mismo y puede, por tanto, recuperar su juventud marginada desde la serenidad adulta y racional, Crumb se encuentra en guerra con su yo y traslada ese desquiciamiento interno a sus locas y enfermizas historias. Ambos rechazan generalmente la denuncia directa y enfática de los males del mundo y prefieren recurrir a una exposición crítica indirecta, sostenida en todo momento por su inimitable agudeza cómica. Bagge tiende a la exageración gráfica, al dinamismo impactante, a la deformación grotesca propia de las caricaturas políticas y los cartoons infantiles, pero, no obstante, el contraste entre este estilo icónico y las historias realistas a las que se aplica no perjudican a su trabajo sino que lo dotan de una mayor intensidad. Esto es así porque el desánimo vital que se narra en sus cómics es animado y revitalizado por el humor y el exceso, mientras que un tratamiento gráfico realista y moderado y una mirada demasiado grave corren el riesgo de infectar a la forma con la enfermedad del contenido.

Precisamente este peligro, la caída en lo plomizo y lo desalentador, es lo que Chris Ware, el típico inadaptado sin encaje en el mundo y refugiado desde niño en las salvadoras ficciones, trató de evitar, aunque con menos éxito que Bagge, al narrar el hastío, el autismo, la alienación y los miedos de un hombrecillo solitario y apocado mediante la recuperación experimental y simbólica de ciertas formas clásicas de las tiras de prensa primitivas. Estas invenciones estilísticas canonizadas no fueron creadas para aplicarse a los temas propios de la angustia existencial y la tristeza morbosa, pero gracias a este empleo bastardo cabía la posibilidad de que pudieran representarlos con más fuerza y atractivo siempre y cuando se supieran combinar con sabiduría y gracia. Por desgracia, Ware no logró insuflar en sus deprimentes personajes ni un mínimo de calor, vitalidad, humanidad y diversión, contagiando el hastío del protagonista a todo lector que pretende leer una historia interesante y conmovedora y que no se conforma únicamente con sus complejos despliegues formales, con sus brillantes diseños rupturistas, con sus enciclopédicos y minuciosos alardes visuales, tan virtuosos e innovadores como ineficaces y desalmados. Ware nos habla, a través del chico más aburrido del mundo, de la deshumanización y la monotonía de la vida moderna, pero su método compositivo produce obras deshumanizadas, monótonas e inertes, por muchas y variadas que sean las filigranas artísticas en las que se apoye para emocionarnos. Bagge, en cambio, sale muy bien parado de su empresa de fusión y choque y, aunque caricaturice cierta desmoralización generacional y ciertas poses desmayadas, lo que nos comunica es un derroche de energía humana que regocija y reconforta. Ware nos hunde en el agobiante abatimiento de sus personajes, nos convierte en uno de sus grises alter egos y al mismo tiempo no nos deja traspasar la isla de incomunicación que los protege; Bagge nos insufla ganas de vivir y de reírse de los sinsabores de la existencia, nos mueve a distanciarnos de sus patéticos personajes, a no ser nunca semejantes a ellos, o a dejar de serlo si ya lo somos, pero al mismo tiempo nos sentimos muy próximos a sus desventuras y tropiezos. Tanto Buddy Bradley, el protagonista más famoso de Bagge, el joven gandul, gruñón y misántropo, como Jimmy Corrigan, el protagonista más célebre de Ware, el adulto inseguro, tímido y desfasado, tienen carácter autobiográfico y son inadaptados sociales apáticos, frustrados e insatisfechos. La inadaptación de Buddy, sin embargo, es la propia del joven que se ve condenado a ser temporalmente un “perdedor” por el fatalismo difícilmente resistible de las circunstancias de absoluta dejadez que le condicionan: vive en una familia disfuncional integrada por miembros impresentables que le abandonan a su suerte; sale con una chica neurótica y desquiciada que aporta ingentes dosis de inestabilidad emocional a su vida; anda rodeado de una serie de colegas irresponsables e inmaduros sin proyectos consistentes de futuro, el uno un paranoico asocial que habita en una estrambótica realidad alternativa y el otro un botarate miserable y parasitario; a menudo pasa de un empleo precario, despótico y desalentador a otro que aún es peor, etc. Pero Buddy, que es la recuperación crítica del joven desganado que era Bagge cuando éste intentaba abrirse un camino en la vida sin mucho empeño ni acierto, y que representa no tanto al específico muchacho marginado de la Generación X sino al muchacho marginado americano en general, es decir, a un Peter Parker del underground, es en el fondo un ambicioso y resuelto emprendedor que, como su propio autor, no desdeña la integración adulta en el sistema, o al menos cierta integración especial que no cae en la beata ceguera conformista. A diferencia de los tipos paradigmáticos que sirvieron como modelo de la amargada y pasiva generación de adolescentes inadaptados de los noventa, Buddy madura, lucha por escapar de ese horizonte de autocompasión nihilista y morbosa, se aparta juiciosamente del regodeo pueril y suicida en la propia miseria y en la propia incapacidad para crecer con la firmeza y el convencimiento de los adultos tradicionales. Bagge se ríe de este modo de su patético pasado bohemio y rebelde, juzgándolo con objetividad y lucidez desde el firme asentamiento en un presente confortable y equilibrado, pero no resignado ni arrogante ni sumiso. Así como el Corrigan de Ware lleva el mal en su seno y por eso no tiene escapatoria, el Buddy de Bagge está inmerso en él y por eso puede emerger con esfuerzo de sus aguas asfixiantes. El uno es un adulto mutilado y fracasado que jamás abandona su adolescencia infeliz y traumática; el otro es un adolescente frustrado y desorientado, como no deja de serlo todo adolescente inquieto e indómito que se precie, que busca abrirse paso hacia el mundo adulto entre aplastantes avalanchas de pringue y derrotismo.

Como puede verse con claridad a partir de estos iconos contraculturales, el cómic norteamericano que se ofrece como alternativa a la corriente dominante es aquel que defiende el punto de vista de los marginados, a diferencia del cómic que reafirma los valores establecidos que son seguidos mansamente por la mayoría de la población. Lo que une a estos autores que he ido mencionando hasta ahora es su inadaptación al sistema, o la identificación con la mirada del inadaptado, junto al carácter autobiográfico o aparentemente autobiográfico de sus obras. Quizás el ejemplo emblemático de la naturaleza freak de esta corriente artística, o de estas tentativas de elevar a arte un producto comercial recreativo muy pobre y banal, lo constituya Agujero negr0, de Charles Burns, la poco sutil alegoría del rechazo que sufre el adolescente que es distinto al resto de los jóvenes por parte de los gregarios chicos integrados y por parte de sí mismo. Las transformaciones físicas de la pubertad se simbolizan en esta obra afectada y pretenciosa mediante un extraño virus que se contagia a través del sexo y que convierte a los adolescentes normales y corrientes en monstruos, en criaturas apestadas y alienadas que han de abandonar la sociedad y formar secretas comunidades solidarias. El bicho raro es en este caso literalmente un bicho raro, un fenómeno inclasificable de la naturaleza que ronda los márgenes fronterizos. El autor se cobra así la venganza de tantos y tantos marginados resentidos, castigando a los jóvenes que viven felices, satisfechos y aceptados por todos con una horrible metamorfosis de su hermosa apariencia que los expulsa de inmediato de la protección normativa, que los arranca de todos sus vínculos anteriores y los arroja y abandona en la desamparada periferia, donde vagan los parias y los proscritos sin lugar en el mundo. Aunque estas dos características definitorias, la perspectiva marginal y la impresión autobiográfica, son notas importantísimas para entenderlo, el cómic underground se basa esencialmente en una idea subliminal que puede expresarse mediante este principio: “Es posible contarlo todo de todas las formas posibles”, puesto que sus autores consideran que el cómic tiene la misma capacidad que la novela moderna o el arte en general para tratar cualquier tema de cualquier modo, con la misma ambición y exigencia, con la misma libertad y radicalidad. De este nuevo fundamento revolucionario, que nace en un medio expresivo pacato y muy condicionado por límites no artísticos, originalmente destinado a las masas populares y a los niños y los adolescentes, rechazado por la elite cultural por ser un entretenimiento industrial de consumo rápido y de escasa entidad artística, procede la actual “novela gráfica”, que pretende competir sin complejos con la novela literaria y que se dirige a cierto público adulto con inquietudes culturales y demandas de mayor alcance. Aunque numerosos aficionados al comic rechacen obtusamente y por motivos sentimentales la denominación de “novela gráfica” para referirse a este novedoso tipo de cómics y prefieran seguir usando etiquetas genéricas como “cómic”, “tebeo” o “historieta”, lo cierto es que nos hallamos ante una inédita especie artística con antiguas raíces contraculturales y, por tanto, ante un fenómeno que requiere un nombre específico para referirse a él.

El que llevó más lejos esta máxima underground del “todo cabe”, hasta el punto de autoproclamarse ilegítimamente como su inventor, fue otro bicho raro amigo de Crumb: Harvey Pekar, el autor de American splendor. El extremismo de este guionista neurótico no reside en su habilidad para contar las hazañas más estrafalarias de la manera más fantástica que pueda imaginarse, sino en su determinación de registrar  los hechos más insignificantes del modo más exacto posible, es decir, en su decisión de escribir historias que ningún lector tradicional de comics quiera leer. En sus cómics sólo pasa lo que siempre pasa en la realidad y nunca ocurre en los cómics, es decir, sólo nos muestra los momentos en los que no pasa nada digno de contarse. El protagonista de estas historias sin historia, que a veces ni siquiera alcanzan el rango de episodios anecdóticos, es el mismo Pekar, a saber: un oscuro funcionario pusilánime, gruñón, egocéntrico, paranoico y perturbado que vive una existencia mediocre, sin más aspiración en la vida que dedicarse con obsesión enfermiza a sus aficiones preferidas: el comic, el jazz y el coleccionismo de discos. Temeroso de las exigencias competitivas de la vida convencional y de la constante hostilidad del mundo, al que se niega a enfrentarse como hace todo hijo de vecino, se deja arrastrar pasivamente por las circunstancias o, mejor dicho, permanece paralizado por el pánico existencial en su estrecho y deslucido círculo vital, en su ciudad anodina, en su oficio sin expectativas, salvando del olvido los sucesos intrascendentes de la vida cotidiana más gris y desangelada que quepa concebir, y haciéndolo mediante una postura artística antiliteraria, antiromántica y antiartística, puesto que las trivialidades rutinarias son archivadas objetiva y fríamente en las páginas de sus cómics. No obstante, por el simple hecho de cortar por aquí y por allá, de anotar esto y no lo otro, de insuflarle una difusa sorna y de convertirse en espectador de su propia vulgaridad repetitiva, confiere a ese tramo superficial de la existencia, que ha sido iluminado y abstraído como de pasada y sin querer, una extraña cualidad reveladora, que en muchos casos no nos ofrece una conciencia clara del misterio que revela, pero que casi siempre se vuelve inexplicablemente adictiva y fascinante, pues parece apuntar o aludir a algo más profundo que habitualmente pasa tan desapercibido como cualquier insignificante bicho raro.

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